sábado, 5 de abril de 2014

Recuerdo que mirarla dolía.

Ella era como unos anteojos estrellados, esparciendo cristales por el suelo. Pero era hermosa y despertaba mi curiosidad… Hizo que me fijara en todos esos detalles que no debía notar, como la manera en la que sus pestañas se rizan y enmarcan una sonrisa cada que parpadea, o cómo sus carcajadas la dejan sin aliento, formando dos comillas en las mejillas; además, hacía muecas con los labios. También me fijé en la manera desarreglada de su cabello, enmarañado, sí, pero la hacía ver más atractiva. Vi mi reflejo en sus ojos y ella en los míos; todo lo que se podía ver era tristeza. Ella tenía en la mirada mera melancolía, podías sentirla. Y aún con eso, sus ojos no perdían aquel brillo. La vida la había jodido, destrozado. Y yo quería recoger todos esos pedazos, quería juntarlos de nuevo, incluso adherir algunos nuevos; así que lo intenté, de verdad lo hice. Dicen que cuando tratas con una persona rota, debes tener cuidado con sus pedazos, porque cortan. Y así me fue. Por cada vez que trataba de sanarla, más frágil me volvía, pero no me importaba. Quería verla feliz. Cada que la hacía reír, lo único en lo que podía pensar era en que eso era lo que quería hacer el resto de mi vida, verla reír. Empezó a mejorar, de a poquito reunió las piezas suficientes como para levantarse e irse, escapar. Pero no me llevó junto con ella. Y yo me quedé ahí, donde me dejó; preguntándome sí los pedazos que habían quedado tirados eran suyos, o míos. Es difícil y es triste, pero es la decisión correcta. Y siempre será mejor cuando yo no esté. Estará bien y será la luz de otra obscuridad. Y yo no me permitiré pensar en ella. Ahora, tengo miedo de que aunque no regrese nunca conmigo, no se vaya jamás de mí. No sé si entiendan. Que ella era el tipo de amor que recordaré por siempre, pero no el tipo de amor que duraría para siempre.